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domingo, 3 de junio de 2012

La marginalidad del filósofo (III)



En esta última reflexión, me gustaría enfocarme en dos figuras icónicas de lo marginal: el santo y el loco. La idea surgió en la lectura de textos sobre George Bataille, quien al ser interrogado sobre su afiliación intelectual, responde “No soy un filósofo, sino un santo, quizás un loco”[1].

Si bien es cierto que el curso se enfocó en la denominación y caracterización del estatuto del filósofo por parte de los no-filósofos, me pareció interesante retomar a un personaje como George Bataille, pues me parece representa la dificultad a la que se enfrentan los intentos de clasificación. ¿Es un filósofo? ¿Es un poeta? ¿Es un pornógrafo? Sin duda alguna, fue un escritor y uno de los pensadores más importantes del siglo XX, por ello es que me ha parecido interesante pensar un poco más sobre las dos denominaciones por las que prefiere ser nombrado en lugar de filósofo.

En primer lugar, me gustaría tratar la santidad a través del pensamiento de Roger Caillois, el amigo y colaborador de Bataille, y con quien se decía, tenía una especie de ‘ósmosis intelectual’. Para pensar las frágiles distinciones entre lo sagrado y lo profano, es necesario conocer y cuidar las prohibiciones que les delimitan. Cuando alguna de estas prohibiciones es transgredida, es necesario buscar su expiación a través de ritos que logren reinstaurar el orden corrupto; sin embargo, cuando se ha cometido algún acto prohibido de tal magnitud que produce una culpa inexpiable, el sujeto transgresor se vuelve un ser consagrado.

Según se nos explica, “la santidad del culpable aumenta el peso de la falta tanto como la magnitud de los pecados da a veces la medida de la santidad futura,”[2] así, al sujeto que transgrede se le otorgaría el estatuto de santo, en tanto su culpa y su destino deja de ser cuestión humana, para tener que vérselas con la dimensión divina. Y precisamente porque ha atentado contra el orden profano de lo humano, es que debe ser urgentemente aislado de la sociedad, ya que constituye un peligro latente, pues

Incluso la voz impura no debe llegar a los oídos de los ciudadanos, pues cuando se trata de semejante sacrilegio no hay nada que no pueda servir de vehículo al mal […] su impureza misma hace sagrado al criminal […]. El culpable ha entrado en el mundo de lo divino: a los dioses les corresponde entonces perderlo o salvarlo.[3]

El santo al que alude Caillois, es un ser que debido a una falta irreparable al orden instituido es necesario apartarle de la sociedad,  un agente cuya mancilla se teme, pueda llegar a contagiar a los demás hombres, y cuya divinidad reside precisamente en ello.

Por otro lado, encontramos características similares a las del santo en la figura del loco, el cual he querido analizar a través de la descripción que elabora Michel Foucault en El poder psiquiátrico.

El loco, como el santo, representa un peligro para la sociedad de la que, por su nuevo estatuto ha sido necesario separársele; una vez denominado como tal, “el loco aparece ahora como adversario social, como peligro para la sociedad, y ya no como el individuo que pone en riesgo los derechos, las riquezas, y los privilegios de una familia”[4].

Como podemos ver, el loco es un peligro para su entorno familiar y social, pero también para sí mismo, es por ello que debe ser protegido,  y sobre todo, rápidamente recluido para evitar que provoque mayores estragos. Esta protección y reclusión, formarían parte del proceso de curación, en la cual debe intervenir la vigilancia atenta del médico, pues

El loco no sólo debe ser vigilado, además, el hecho de saber que siempre lo vigilan, y mejor aún, de saber que siempre pueden vigilarlo, que nunca deja de estar bajo el poder virtual de la mirada permanente, tiene valor terapéutico en sí mismo.[5]

Así, este modelo de vigilancia se acercaría al complejo arquitectónico del Panóptico, como esa estructura que permite la visión de varios individuos desde un centro que no permite el acceso a la mirada directa, y el cual pondría en juego de manera eficaz, la relación poder-saber, como la adquisición de dominio a través de la recabación unilateral de información de los individuos.

Ahora que hemos marcado las siluetas del santo y del loco, me gustaría regresar a las dos imágenes del filósofo que habíamos establecido anteriormente, pues encuentro algunos paralelismos.

El santo y el loco deben ser aislados de la sociedad, pues sus faltas pueden resultar perjudiciales para los que les rodean, sin embargo, el primero debe ser totalmente aislado del ámbito humano por el poder que su constituye su carácter transgresor, mientras que el segundo se encuentra sometido a relaciones de poder establecidas con la vigilancia.

De igual manera encontramos que el filósofo-científico caracterizado en los relatos de horror, es temido precisamente por el conocimiento que el saber sobre los seres vivos le confiere, mientras que la figura del filósofo revolucionario marcaría la pauta para la caracterización de un agente que debe ser vigilado para evitar provoque revueltas y daños al orden instituido.

Finalmente, me parece interesante repensar la figura del filósofo a través de metáforas como lo son el loco, el santo, el científico o el revolucionario, pues resaltan características implícitas que quizás, siempre tenemos en cuenta para hablar del filósofo, pero que mediante su explicitación, permitirían mostrar el carácter móvil de su imagen, lo cual en lo personal, me parece constituye lo esencial de éste: su capacidad para moverse en la periferia, para saltar de una categoría a otra y para jugar con los necios intentos clasificatorios, tal como solía hacer George Bataille.




[1] Citado por Ignacio Díaz de la Serna en Para leer a Bataille, Bataille, G., FCE, México, 2012, p. 9.
[2] Caillois, Roger, El hombre y lo sagrado, FCE, México, 2004, p. 45.
[3] Ibídem.
[4] Foucault, Michel, El poder psiquiátrico, Akal Universitaria, Madrid, 2005, p. 101.
[5] Ibid., p. 109.

La marginalidad del filósofo (II)


El intelectual como agente político activo, ha sido otra de las caracterizaciones donde comúnmente se le ubica al filósofo. Esto lo podemos observar en la cinta Little women, donde vemos aparecer a Friedrich Bhear, un filósofo alemán que se podría denominar como bohemio. Tiene un carácter nómada y a pesar de ser pobre, es feliz con su estilo de vida libre. Dentro de una comunidad literaria, conoce a Josephine March, la protagonista de la historia, de quien sería pareja sentimental e intelectual, e incluso impulsaría a tal grado su carrera literaria, que promovería la publicación de su primera novela.

Aquí se muestra una imagen dulcificada del filósofo, como una figura primordial en el desarrollo intelectual de lasociedad en general, e impulsor de la liberación femenina en particular. La naturaleza esencial de este personaje es ser un libertario y un promotor de la cultura, el cual es otro de los estereotipos que mejor le van al filósofo. 

Me ha parecido pertinente rastrear esta caracterización hasta el idealismo alemán, siguiendo el análisis que Jacques D’Hondt realiza sobre la atmósfera intelectual y anímica de la época. Según D’Hondt, en este período podemos encontrar un fervor revolucionario generalizado entre la comunidad filosófica germana, cuyos miembros se ubicarán, ante todo, como espectadores de un movimiento de la consciencia colectiva  que dejaba ver sus efectos prácticos de manera inmediata en la realidad, pues

Lo que les atraía sobre todo era el despertar, en la acción patriótica, de aquellas antiguas virtudes que el despotismo había prostituido: el desinterés personal, la abnegación, el valor, la alegre aceptación del riesgo de la muerte. Honraban en gran manera los ideales revolucionarios, la libertad, la igualdad, la fraternidad, pero admiraban sobre todo el ser capaces de combatir y de 
morir por ellos: la libertad o la muerte.[1]

Lo que tenemos es un conjunto de pensadores que, a pesar de no intervenir directamente en el conflicto, promueven pequeñas acciones dentro de su círculo, pues aunque era necesario mantener la discreción por temor a la reprimenda de las autoridades, se fomentaba la discusión agitada entre los seminaristas, lo cual también habríamos de denominar como un acto político efectivo.

El filósofo, entonces, se vuelve una figura importante en esta labor liberadora, pues no puede no sumar sus esfuerzos a este movimiento universal de la consciencia, pues como explica D’Hondt:

El filósofo ya no se crea a sí mismo. No es más que el portavoz de un espíritu mundial, sujeto de la historia práctica y teórica que divide su tarea revolucionaria entre dos pueblos. El idealismo se despoja del subjetivismo individual de sus orígenes, en beneficio de una subjetividad universal. La Revolución ha pasado por allí.[2]



El filósofo entonces, sería un revolucionario, cuya labor intelectual habría de sumarse a los esfuerzos de toda una época por llegar a su toma de consciencia, tanto práctica como teórica. Esta caracterización, me parece, dice mucho acerca del papel del intelectual en los momentos de agitación social, frente a los cuales es necesario tomar una distancia crítica para llevar a cabo un análisis de la situación en su totalidad.

Los momentos de crisis serían las ocasiones en la que el filósofo habría de proclamarse como portavoz de una postura crítica, labor que no podría ser de otra manera asumida, mas que siendo demandada por la sociedad en su conjunto. Qué tanto esta representación diste de la realidad, es algo que aún habría de pensarse en relación con la influencia fáctica que el filósofo tenga dentro de su entorno, donde, sin embargo, la caracterización de éste como revolucionario, ha sido no sólo una constante dentro del imaginario colectivo y la cultura pop hasta nuestros días, sino uno de los estereotipos favoritos que le han sido asignados.


Finalmente, me gustaría resaltar el papel que la revolución tuvo en el sentimiento de una época, la cual significaría “la verdadera reconciliación de lo divino con el mundo”[3], lo que me permitiría apuntar al filósofo como un agente, que aún en su posición de marginalidad, habría de tener influencia y participación en un movimiento que habría de acercarle a lo sagrado, y con ello, a una de las últimas figuras que quisiera analizar.




[1] D’Hondt, Jacques, Hegel y el hegelianismo, Publicaciones Cruz, México, 1993, p. 65.
[2] Ibid., p. 67.

[3] Ibid., p. 62.

La marginalidad del filósofo (I)


Lo que se propone en este análisis, es tomar al filósofo como figura marginal: ubicado en la periferia de la sociedad, pero por ello mismo, siempre sujeto a vigilancia. Para llevar esta distinción a cabo, se realizarán tres reflexiones en torno a figuras icónicas dentro de la cultura popular y el imaginario social, a la vez que se rastrearán brevemente sus orígenes en el pensamiento filosófico, para desde allí, arrojar luz sobre el papel que interpreta el filósofo para el resto de la gente.

En la clásica cinta de horror de Universal, Bride of Frankenstein, aparece un doctor en Filosofía llamado Septimus Pretorius, quien ha decidido abandonar las aulas y adentrarse en el campo de la experimentación científica, para lo cual solicita la ayuda del Dr Frankenstein, el creador del monstruo surgido de entre una amalgama de partes de cadáveres. La caracterización de Pretorius consiste en ser un hombre de avanzada edad, bastante culto, de aspecto sombrío, decidido a obtener lo que desea y capaz de hacer lo que sea necesario para lograrlo, es decir, sin medir las consecuencias o los daños hacia terceros. Lo interesante de este personaje, es que aún siendo secundario dentro de la trama, su papel dentro de ella logra ser decisivo, pues es un catalizador para el caos que se da en el pueblo.

Esta caracterización del filósofo responde a la exacerbación exigida en una película de horror, donde éste resultaría ser el verdadero monstruo: caprichoso, maquiavélico, y con los medios intelectuales para llevar a cabo sus maquinaciones. Aquí me permitiría la mención de la filósofa que aparece en otro relato de horror, ahora literario, y de quién, curiosamente, se resaltan rasgos parecidos aún teniendo en cuenta la distancia histórica entre el filme y el libro mencionados[1]. En Descansa en pazvemos tomar postura a una catedrática en Filosofía, quien ante la repentina vuelta a la vida de los muertos y la interrogación sobre el futuro de estos seres, propone la experimentación científica con ellos, en busca de un beneficio superior, que sería la recabación de información científica que pudiera servir en un futuro para los seres humanos.

El remoto origen de las caracterizaciones que acabamos de señalar, parecerían referir a la idea de filósofo en la primera modernidad. Es bien sabido que este periodo histórico se encuentra marcado por el entusiasmo científico, el cual no habría nacido sin un cambio de actitud ante el mundo que le emparenta con la magia.

Según Luis Villoro, “ni la astrología ni la magia son conocimientos desinteresados. Su objetivo es saber para actuar. Giordano Bruno definía al mago como « el sabio que tiene la capacidad de actuar» (« Magus significat hominem sapitem cum virtute agendi»). En la magia se expresa, como luego en la ciencia, la potencia del hombre por crear un mundo suyo después de dominar el curso de la naturaleza”.[2]

La búsqueda del sabio moderno se orienta hacia un saber útil, con el cual logre intervenir en la naturaleza para dominarla y llevar a cabo los fines propuestos, pues “la magia natural primero, la ciencia matemática después, ponen en obra una forma de racionalidad; la que está al servicio de una voluntad de transformación y dominio.”[3]

Varios siglos más tarde, Goya declararía que«el sueño de la razón produce monstruos »lo cual parece señalar un temor profundamente implantado en el imaginario colectivo, el cual respondería a la manipulación irresponsable de la naturaleza y cualquier ser vivo por parte del hombre.

El filósofo aquí, en su búsqueda por el conocimiento, le colocaría en el corazón del miedo de la sociedad, donde él mismo sería el monstruo que habita nuestras pesadillas. Su monstruosidad residiría en la utilización del saber, en perjuicio de la comunidad entera, donde encontraríamos la relación saber-poder más clara que nunca y por ello mismo se le detectaría como un agente peligroso que habría que controlarse.

La figura del filósofo-científico, resultaría especialmente propicia para ser representada en los relatos de horror, ya sean literarios, cinematográficos, o de cualquier otro tipo, pues como podemos observar, el temor que infunde la utilización del conocimiento científico en la manipulación de la vida y la muerte, se encuentra inscrito dentro del imaginario colectivo de diversos tipos de sociedades, ni qué decir de la nuestra.

Esta caracterización es quizá de las menos favorables para los filósofos, pues muestran una personalidad fría y calculadora, que hace uso de la retórica para la obtención de fines que creeríamos, violan la dignidad humana.  Pero para dar una idea más completa sobre la marginalidad del filósofo, tomemos un polo opuesto como ejemplo.




[1] Bride of Frankenstein sería lanzada en Estados Unidos en el año de 1935, mientras que el libro Descansa en paz, vería la luz en 2005.
[2] Villoro, Luis, El pensamiento moderno, FCE, México, 2001, p. 104.
[3] Ibid., p. 105.